Por mi consciencia y honor

“Por mi consciencia y honor.”
Héctor J. Ramírez Martínez.
Un gobierno en el que los servidores del Estado se prometen a nadie más que a ellos mismos cumplir fielmente el desarrollo de su cargo y guardar y hacer guardar la constitución, no sorprende que haga esto con el mayor de los descaros. Sí porque bien saben ellos que antes de llegar allí y para poder tener acceso a esos cargos, no solamente habían violado la constitución buscando las más subrepticias formas y maneras; sino que habían infringido las mismas normas del ordenamiento jurídico. Efectivamente, cuando no hay más autoridad que la del ego soberano ante cuyos deseos e intereses se tiene que someter y doblegar todo lo demás, es normal que con la más soberbia osadía se pisoteen las leyes, el ordenamiento jurídico, la separación de poderes, la constitución; y que sin ningún escrúpulo se monte in circo en el que se mancille el recinto donde reside la soberanía del pueblo.
No, no es que no sea posible otorgar una amnistía, es que ésta no existe en el ordenamiento jurídico español desde el código penal de Belloch. Es que perdonar uno de los peores delitos que se puedan cometer contra el Estado como la malversación, el terrorismo, el golpismo, permitiendo así el desprestigio de la Magna Institución, y sometiéndose al más infame vilipendio por parte de quienes han forzado a toda costa tal despropósito, así como lo ha hecho el presidente del gobierno en las cortes españolas ante los ojos de todos, es entrar en la más vil de las degradaciones para poder adquirir una cuota de poder a toda costa. Significa todo esto también abrir las puertas a que cualquier otro delito tenga que ser perdonado porque lo piden los que lo han perpetrado. Aceptar tan ruin patraña es permitir que los españoles no sean iguales ante la ley, y que por tanto haya castas que, por el mero hecho de encontrarse en la cumbre del poder, puedan pasearse por las instituciones con el mayor y más soberbio aire de impunidad, despotismo y totalitarismo.
El hecho de quitar de en medio los símbolos que representan la máxima autoridad divina, y los sagrados estatutos por ella establecidos, y en los cuales se condena rotundamente la mentira, el engaño, el robo, la injusticia, y todas aquellas cosas que impiden que una sociedad pueda ser una sociedad justa, respetuosa y de concordia social; es una muy clara señal de la razón por la cual, las personas de las cuales se demanda la máxima honradez, lealtad, integridad y fidelidad en el cumplimiento de sus cargos, no tengan ninguna razón para impedir que en un momento determinado sean sus propios deseos, ambiciones e intereses personales los que rijan y dobleguen las decisiones de su voluntad.
Son ellos sus propios señores y ante los cuales se han prometido fidelidad y lealtad por su conciencia y honor. Todos sabemos, cuando nos detenemos un momento para mirar en nuestro fuero interno, lo frágiles que son las promesas que nos hacemos a nosotros mismos, lo difícil que es algunas veces el fiel y estricto cumplimiento de nuestros propios y buenos deseos, responsabilidades y deberes; y lo complejo que resulta el no dejarnos seducir por aquello que nos parece, en un momento dado, beneficioso, provechoso o gratificante para nuestros deseos, impulsos o intereses personales.
Es por eso por lo que Platón y muchos clásicos defensores del Estado hacen tanto énfasis en el hecho de que los políticos y servidores del Estado, en la mejor e ideal forma de gobierno, deben ser los mejores tanto ética y moralmente como en lo referente al desempeño de sus funciones. Deben
ser personas que en su fuero interno busquen la moderación, la templanza, la justicia y la virtud, cosas que hacen que todo vicio pueda ser disipado.
No vendría mal, en estos tiempos aciagos, recordar alguno de los sagrados textos por nuestros políticos desechados ante el juramento de sus cargos. Aquel en el que el populacho encolerizado se empeña en apedrear a una meretriz. Toda esta chusma encendida en colera fundamentalista, según su propia consciencia cauterizada y su honor mancillado, no estaban llevando a cabo nada que les pareciera malo o incorrecto.
Estaban simplemente siguiendo su propia interpretación de la ley. Pero Jesús, al hacer referencia a una autoridad máxima, la de la ley de Dios, expone sus consciencias y sin demasiado ruido ni esfuerzo, hace que sean convictos de su propia maldad. No es que estaban haciendo algo incorrecto en apedrear a esta mujer por su comportamiento, que lo era, sino que todos ellos, sin ninguna excepción eran igual de culpables y pecadores que ella. Probablemente no eran adúlteros, pero algunos serían mentirosos, otros ladrones, otros, engañadores, deshonestos, murmuradores, difamadores, etc. Nadie ni siquiera uno podía escapar al inexorable veredicto de la ley moral de Dios. Todos necesitaban la redención que el Mesías había venido a ofrecerles, pero la mayoría estaban tan obsesionados con sus propias ideas e ideologías políticas, tan aferrados a su propia tradición religiosa perfectamente construida, estructurada y escamoteada por la interpretación de escribas, fariseos y beatos, que no pudieron discernir los tiempos en los que vivían, ni quién era ese extraño profeta que hablaba en un lenguaje que era difícil de comprender y se oponía a toda hipocresía, impostora, vacuidad, superficialidad, fundamentalismo y falsa bondad. Vicios y falacias que sin pudor campeaban también en esos tiempos, tan convulsos como los nuestros.